Unos días antes de la DANA que azotó Valencia y otras regiones, nosotros estábamos en París, disfrutando de la ciudad con unos amigos después de un verano sin vacaciones. Y cuando volvimos y quise compartir la experiencia, no me pareció oportuno. Con la que estaba cayendo (de forma literal y figurada) no creí que fuera el momento de contar mis impresiones acerca de esta ciudad, que me provoca sentimientos encontrados, así que lo fui posponiendo, hasta el punto de no hacerlo ni aquí, ni en instagram que es donde suelo compartir estas cosas. Hasta hoy.
Vaya por delante que soy urbanita, me encanta el concepto de ciudad (aunque no me gustan todas las ciudades) y eso hace que no suela ser parcial a la hora de juzgarlas. Para mi el viaje ideal es, como decían mis hijos cuando eran pequeños, “ir a ver piedras”, pero de las que forman parte de los edificios, es decir, visitar ciudades. Y de un tiempo a esta parte me ha dado por asociar algunas de ellas a un adjetivo con el que creo que se resume el sentimiento que me transmiten, y en el caso de París es presumida.
París es una ciudad preciosa, monumental, llena de luz, pensada para que la admires, y precisamente por eso, hay algo que no me acaba de convencer en ella. Es como esa chica presumida, que se sabe bonita y se arregla para que le digas lo guapa que está. Hay algo artificial, impostado que para mi le resta encanto.
No quiero decir que París no sea espectacular o que no valga la pena visitarla. Todo lo contrario. La ciudad es la quinta más visitada del mundo, con unos 50 millones de turistas al año (entre nacionales e internacionales), y no creo que todos ellos estén equivocados. Sus monumentos y museos, como la Tour Eiffel, el Louvre, el Musée d’Orsay; las callejuelas del Quartier Latin, las empinadas y siempre abarrotadas calles de Montmartre, las avenidas y plazas más exclusivas, como Place Vendôme o los Champs-Élysées o sus palacios, mausoleos, iglesias y jardines, como el Sacré-Cœur, la recién restaurada Notre-Dame o Les Invalides... Todo, absolutamente todo me pareció magnífico, grandioso, admirable y por eso me chirría.
Tengo la sensación de que todo lo que forma parte de esta ciudad está pensado para ser admirado, para que nos quedemos boquiabiertos con su esplendor, pero no para que lo disfrutemos. Y yo en París he echado eso en falta. Es como un “mírame y no me toques” (y eso que me pareció una ciudad bastante sucia), como cuando eras pequeño y entrabas en una tienda y siempre había alguien que te decía que no tocaras nada.
Obviamente me estoy refiriendo al París turístico. Está claro que toda ciudad tiene dos caras, la que muestra al visitante y la que ven sus habitantes. En algunas ciudades las dos caras se confunden, se mezclan en una sola que, aunque estés de visita, te acoge como si llevaras media vida viviendo allí que es lo que me pasa en Madrid o en Londres. Pero no en París. Aquí hay algo que me recuerda permanentemente que estoy de paso, que soy bienvenida, sí, pero a regañadientes y solo un ratito. A lo mejor son los propios parisinos por los que yo no siento una especial simpatía o la magnitud de los edificios que me hacen sentir pequeñita, o tal vez es la lluvia constante o incluso el idioma, que no entiendo ni me gusta o una mezcla de todo.
Esta era mi segunda vez en París (bueno, la tercera, pero la segunda fue solo un día y no la tengo en cuenta) y aunque han pasado 20 años desde la primera visita y sigo pensando que es un lugar que hay que visitar al menos una vez en la vida, siempre me quedo con la sensación que no acabo de entender ni disfrutar esta ciudad. Quién sabe, a lo mejor a la tercera va la vencida.
A los pies del Sacré-Cœur
PD: Ya que estamos aprovecho para pedirles a los Reyes más viajecitos como este… Y espero que se porten bien contigo.
📷 Pere Pau vía mi archivo personal (sin que sirva de precedente)